La soledad sonora. Aproximación a la psicopatología de la soledad
Resumen: La soledad inscribe una paradoja: saber que nunca se está solo y, sin embargo, sentir un profundo sentimiento de soledad. Un sentimiento que acompaña toda la vida con mayor o menor amplitud, con mayor o menor insistencia. Básicamente distinguimos dos tipos de soledad, la solitud, que es la soledad deseada o buscada; y la soledad propiamente dicha, que es la soledad obligada, arrostrada. En sus polos están la solitariedad, que es la soledad del solitario, una soledad cuyo arco de tensión oscila desde el que es un solitario y que vive una vida solitaria hasta el que tiene una incapacidad de relacionarse con el otro, y la soledad extrema, por falta de contacto con uno mismo y con los demás, y que es propia de la locura. Freud con Duelo y melancolía (1917) y los psicoanalistas de la siguiente generación, en particular Donald Winnicott con la «La capacidad para estar solo» (1957) y Melanie Klein con «Sobre el sentimiento de soledad» (1959), son los autores más involucrados en el estudio de la soledad. En este contexto se aborda la obra Anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton y se expone, como ejemplo, el caso de una paciente diagnosticada de esquizofrenia paranoide cuya defensa psicótica responde a su necesidad de estar fusionada con Dios para negar su profundo estado de soledad. Palabras clave: Soledad, solitud, aislamiento, duelo, melancolía, miedo, hipocondría, esquizofrenia. La soledad inscribe una paradoja: saber que nunca se está solo y, sin embargo, sentir un profundo sentimiento de soledad. Un sentimiento que acompaña toda la vida con mayor o menor amplitud, con mayor o menor insistencia. Básicamente distinguimos dos tipos de soledad, la solitud, que es la soledad deseada o buscada; y la soledad propiamente dicha, que es la soledad obligada, arrostrada. En sus polos están la solitariedad, que es la soledad del solitario, una soledad cuyo arco de tensión oscila desde el que es un solitario y que vive una vida solitaria hasta el que tiene una incapacidad de relacionarse con el otro, y la soledad extrema, por falta de contacto con uno mismo y con los demás, y que es propia de la locura. Freud con Duelo y melancolía (1917) y los psicoanalistas de la siguiente generación, en particular Donald Winnicott con la «La capacidad para estar solo» (1957) y Melanie Klein con «Sobre el sentimiento de soledad» (1959), son los autores más involucrados en el estudio de la soledad. En este contexto se aborda la obra Anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton y se expone, como ejemplo, el caso de una paciente diagnosticada de esquizofrenia paranoide cuya defensa psicótica responde a su necesidad de estar fusionada con Dios para negar su profundo estado de soledad.
Palabras clave: Soledad, solitud, aislamiento, duelo, melancolía, miedo, hipocondría, esquizofrenia.
Mi humanidad es una continua superación de mí mismo.
Pero yo tengo necesidad de soledad, quiero decir, de curación, de regreso a mí mismo, de respirar un soplo de aire libre, ligero y juguetón.
Mi Zaratustra entero es un ditirambo a la soledad, o, si se me ha entendido, a la pureza.
Ecce homo (1888), Friedrich Nietzsche.
Escribo triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré.
El libro del desasosiego (1913), Fernando Pessoa.
Y algunas veces suelo recostar / mi cabeza en el hombro de la luna / y le hablo de esa amante inoportuna / que se llama soledad.
Que se llama soledad (1987), Joaquín Sabina.
I
Nadie está solo, nunca. En esto consiste la soledad. En saber que siempre estamos acompañados de una u otra forma y que, aún así, podemos sentirnos profundamente solos. En un vacío interior horrible, insoportable. Este es el sino humano, tan solo contrarrestado por la viveza de los versos del Cántico espiritual de Juan de la Cruz: “La música callada / la soledad sonora”. Nacemos acompañados, dentro del útero materno, convivimos junto a familiares y amigos, y morimos escoltados por el cortejo de nuestros deudos. Pero el discurrir de nuestra vida –o mejor, de nuestra existencia– se rige por pasajes en soledad. El recurso más engañoso al hablar de la soledad pura es citar al Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Ni siquiera Robinson está solo en la isla que el autor de la novela ubica en el delta del Orinoco, cerca de Trinidad. Le acompaña Viernes, cuya presencia cuestiona la idea de soledad sin compañía. Nadie está solo, nunca. En esto consiste la soledad.
Somos sujetos sociales y, sin embargo, estamos abocados a la “celda intolerable” de la que hablaba Cesare Pavese. A un dolor letal, sin consuelo. Arrojados a la existencia (Dasein: el ser ahí o estar ahí; ser en el mundo, ser uno mismo), según Martin Heidegger en Ser y tiempo (1927), estamos obligados a cargar con ella. El aciago Emil Cioran lo expresa de forma rotunda y taxativa: “La cruz no se merece, nacemos crucificados”. La soledad está en la base de la enfermedad mental. Y de la salud. Es el síntoma par excellence de ambas. La soledad arrostrada de la creatura de Victor Frankenstein –en su desamparo, en su desolación, en su desarraigo–, sin nombre, repudiado por su creador, sin opción de pareja, es la de un ser condenado a la exclusión, a la ausencia de toda compañía. Pero la soledad extrema no es, siquiera, la falta de presencia del otro. Es ausencia de uno mismo. El pavor de no encontrarnos dentro de nosotros mismos. Como un noviembre de difuntos perpetuo. Pero no. Nadie está solo, nunca. En esto consiste la soledad.
Nada concierne más a las relaciones humanas que la compañía y la soledad. El humano se debate en situaciones permanentes de presencias y ausencias, de aproximaciones y alejamientos –siempre en equilibrio inestable– para alcanzar un punto de encuentro en el vivir y en el existir; es decir, para la vida de relación, de uno consigo mismo y con los demás. En estar y/o sentirse solo estando en compañía. La dimensión de la soledad es compleja y alude tanto a la soledad buscada o deseada como a la soledad obligada o arrostrada; y en sus polos, a la solitariedad, propia del sujeto solitario, que oscila de más voluntaria a más evitativa, y a la soledad extrema, propia del sujeto enajenado del otro y de uno mismo. A la soledad de la locura. Ninguna de estas figuras son compartimentos estancos –cerrados y excluyentes–, sino que operan como estructuras abiertas que fluyen e interaccionan en mayor o menor medida unas con otras. La soledad es, en última instancia, un juego de soledades. Un jugar que se funda en el argumento de “lo uno y lo múltiple” ínsito en el diálogo del Fedro (370 a. C.) de Platón, que inaugura una paradoja esencial: la singularidad humana comporta multiplicidad. Es uno y múltiple. Escribe: “Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo yendo tras sus huellas como tras las de un dios”. Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación (1819), acoge la idea: “La aptitud para la filosofía consiste en reconocer lo uno en lo múltiple y lo múltiple en lo uno”. De modo que la soledad y las soledades son una y múltiples. Un dédalo por el que transitamos de forma permanente.
II
El asunto de la soledad viene siendo atendido desde tiempos inmemoriales. Ya Aristóteles, en Problemata XXX, escribe acerca de la íntima conexión entre dos grandes categorías como son la genialidad y la melancolía. Anota: «Todos los hombres excepcionales son melancólicos”. El filósofo y polímata griego destaca el aire melancólico del genio, el trabajo en soledad. Tiempo después, Friedrich Nietzsche, al formular la muerte de Dios (Gott ist tot: «Dios ha muerto”), separa la filosofía de la teología y acaba con el teocentrismo: el humano ya no precisa la compañía de Dios, asume su soledad, ya es libre. Otro filósofo de la sospecha, Sigmund Freud, en Duelo y melancolía (1917), analiza los procesos de duelo y de melancolía, sus similitudes y diferencias. Dos procesos que, en última instancia, remiten a la soledad esencial, que es inherente a la condición humana. El escritor doblado de filósofo Maurice Blanchot, adosado al pensamiento existencialista de su época, apela a la soledad esencial en tanto que no corresponde a una característica propia del sujeto, sino a una experiencia límite del lenguaje. En palabras de Octavio Paz de El laberinto de la soledad (1950): «La soledad es el hecho más profundo de la condición humana”.
Los psicoanalistas de la siguiente generación, concretamente los de la escuela inglesa de psicoanálisis, son los que han abordado directamente el estudio de la soledad. Donald Winnicott en la «La capacidad para estar solo” (1957) y Melanie Klein en «Sobre el sentimiento de soledad” (1959), son dos de los autores más involucrados en su estudio. Ambos, partícipes de la teoría de las relaciones de objeto pero con un corpus teórico diferenciado, concuerdan en que la soledad no excluye necesariamente al otro, sino que remite necesariamente al otro. La soledad es una manifestación del vínculo con el otro. El primero, a partir del modelo paradójico de ausencia-presencia y del énfasis en la importancia del modelo ambiental (es uno de los autores que destacan la importancia de la realidad externa en el psicoanálisis), habla de la experiencia emocional infantil de estar solo sabiendo de la proximidad de la madre, de su presencia-ausencia; la segunda, más volcada en los procesos internos, en su trabajo precisa que «no me refiero a la situación objetiva de verse privado de compañía externa, sino a la sensación intensa de soledad, a la sensación de estar solo sean cuales fueren las circunstancias externas, de sentirse solo incluso cuando se está rodeado de amigos o se recibe afecto”.
En la literatura psicoanalítica se ha escrito mucho acerca del temor a estar solo y, por el contrario, se ha desatendido la capacidad de estar solo uno consigo mismo. Salvo Winnicott, en su artículo «The Capacity to be Alone” (1957). Este concepto tiene como antecedentes la relación anaclítica y el «juego del Fort-Da” de Freud, así como el concepto de hospitalismo de René Spitz (el efecto depresivo que producen en los niños las separaciones bruscas y/o prolongadas de sus madres o por falta de amor, de sostén y cuidado). En la soledad del aislamiento infantil.
En su artículo, Winnicott estudia la capacidad para estar solo (a diferencia de sentirse solo) en presencia de otra persona. Según este autor, no existe un sujeto aislado, sino en relación a otro. De ahí establece su conocida fórmula basal: «El bebé no existe, lo que existe es la pareja de crianza”. La capacidad para estar solo se basa en la paradoja de estar solo estando acompañado y remite a «la experiencia emocional infantil de haber estado solo en presencia de la madre”. Implica un primer tiempo en el que el bebé está a solas en presencia de su madre y su yo inmaduro está relajado por la presencia materna, para después alcanzar en la vida adulta la capacidad de estar solo de forma integrada, segura y confiable. Permite estar solo sin sentirse solo. Es un signo de madurez psíquica, de riqueza psíquica. Una capacidad que se logra cuando el niño conserva viva la imago materna en su interior, lo que le permite estar solo sin sentirse aislado o abandonado. La constancia objetal –de la madre interiorizada– determina que ella está presente aun estando ausente.
En este proceso de presencia-ausencia, la madre facilita al niño al mismo tiempo la elaboración de la vivencia de estar solo y sentirse acompañado, lo que le permite desarrollar su capacidad de fantasear y de crear. En suma: de jugar la vida. La madre y el niño pueden estar cada uno en sus tareas, incluso estando separados, cada uno en un cuarto de la casa, sin que el niño viva como ausencia y con sentimiento de soledad la ausencia materna. La capacidad para estar solo brinda al niño la oportunidad de sentirse independiente estando acompañado, sin necesidad de una protección y de un cuidado permanente. Así puede iniciar su proceso de separación, que habilita la construcción de su subjetividad y le permite salir de la dependencia y elaborar su autonomía, que nunca es total. Esta capacidad adquirida en la infancia es la base en la vida adulta de la capacidad de tolerar el sentimiento de soledad. Y de superar el miedo a la soledad. En el desarrollo emocional primitivo, primero se aprende a estar solo en la infancia, para luego poder estar –y saber estar– de forma confortable y confiada en compañía.
Klein, en «Sobre el sentimiento de soledad” (1959) –trabajo escrito espoleada por el de Winnicott, del que fuera mentora y ahora rival–, plantea que la soledad surge por «el anhelo omnipresente de un inalcanzable estado interno de perfección”, ya que nunca se renuncia al deseo de alcanzar una totalidad, una plenitud, una integridad absoluta. Klein vincula la soledad a la fantasía omnipotente de perfección, a la completud. Según ella, el niño nace disociado y se va integrando progresivamente, en mayor o menor medida, con predominio –basculante– de defensas neuróticas o psicóticas. En su concepción de la infancia considera que el bebé y el niño parten de ansiedades y defensas psicóticas que se van ajustando más o menos en relación con la realidad. Lo expresa así: «Este tipo de soledad, que todos experimentamos en cierta medida, proviene de ansiedades paranoides y depresivas, las cuales son derivados de las ansiedades psicóticas del bebé”. Y añade: «La soledad forma parte también de la enfermedad, tanto de índole esquizofrénica como depresiva”. Klein es la primera en situar la soledad como un denominador común de todos los procesos psicopatológicos.
Este conjunto de ansiedades y defensas Klein lo configura dinámicamente en dos posiciones: la posición esquizo-paranoide (1946) y la posición depresiva (1935). Y destaca que en el acontecer psíquico intervienen dos dinamismos principales: la escisión y la identificación proyectiva. Considera que en la temprana infancia el psiquismo humano bascula desde la no integración (o falta de cohesión) hacia la integración –que nunca es total y permanente– y que persiste y fluctúa en las etapas posteriores de la vida. Y considera que este interjuego de posiciones persiste en la vida adulta. Para esta autora, y esto es esencialmente significativo, no existen compartimentos estancos sino fluctuaciones de estados emocionales. Lo paranoide y lo melancólico, lo infantil y lo adulto se acogen al dictum de Heráclito: Panta rei, «todo fluye”. De modo que, en el avatar vital, uno pasa por momentos y por etapas de mayor o menor soledad en el curso de la existencia.
III
En castellano tenemos varias palabas que gravitan alrededor de la noción de “soledad”, como la de solitud (p.us.), que la Academia de la Lengua define como “carencia de compañía” o de “lugar desierto”, o la de solitariedad, la soledad del individuo esquivo, solitario. La palabra solitud es un término en desuso, mientras que soledad está en plena vigencia y ocupa todo el espacio semántico cuando su sentido es polimorfo. Entre ambas hay una diferencia notoria y su discriminación ayuda a delimitar su significado. Pero la soledad, además de ser ambivalente, es inabarcable e inaprensible. Es una aporía que cancela toda pretensión de establecerse mediante una definición. Una experiencia de los límite del lenguaje que escapa de cualquier forma de apropiación y que, lejos de ser un obstáculo, le confiere una ingravidez sugerente.
La solitud alude a la condición de estar solo, sin nadie, sin presencia humana. La solitud denota un estado físico, en el que uno está solo, asociado a un estado emocional, en el que uno anhela estar solo. Estar solo permite el recogimiento sobre uno mismo, la intimidad, promueve el diálogo interior y estimula el proceso creativo personal. Al estado de solitud es a lo que se refiere el naturalista Henry D. Thoreau cuando dice: “Jamás hallé un compañero más sociable que la soledad”. O Federico García Lorca cuando escribe: “La soledad es la gran talladora del espíritu”. En cambio, la soledad stricto sensu remite a un sentimiento de hondo malestar y de tristeza por la falta de compañía, sea por la escasa o mala calidad de la compañía, sea por la sensación o la vivencia propia sin que necesariamente se derive de ausencia de compañía. Joseph Conrad, cuya personalidad concita ambos registros, la define como el “terror desnudo”.
De entrada, las dos versiones de la soledad – eso es, la solitud y la soledad–, plantean una disyuntiva excluyente entre quien desea estar solo para sentirse bien consigo mismo o quien se siente solo por falta de compañía. Entre estar solo con gran placer o estar solo con enorme malestar. Digamos, la soledad como anhelo o como vacío, respectivamente. En puridad, la primera corresponde más bien al deseo (de estar solo) y la segunda –la soledad propiamente dicha– a su carencia (por sentirse solo). Para salvar este hiato adoptamos la forma solitud para la soledad buscada, y la de soledad –stricto sensu– para la soledad obligada, arrostrada. En suma: solitud y soledad. Así, la soledad buscada precisa de cierto repliegue o ensimismamiento, que surge a partir de un sentimiento de estabilidad personal y de confianza en el otro y que pone en marcha el proceso creativo, mientras que la soledad obligada depara un sentimiento de ausencia o abandono –de carencia y de vacío– que remite a estados melancólicos o depresivos. En términos pictoricistas, la solitud y la soledad fijan la distancia aproximada que existe entre lo apacible de las pinturas de Edward Hopper y lo desgarrado de los cuadros de Francis Bacon.
La solitud y la soledad tienen un punto de encuentro, habitualmente bien visto en la literatura y, más concretamente, en la poesía. En sus Soledades (1613), Góngora habla de la soledad confusa: “Pasos de un peregrino son, errante, / cuantos me dictó versos dulce Musa, / en soledad confusa, / perdidos unos, otros inspirados”. Juan de la Cruz, en el Cántico espiritual (1622), habla de la soledad sonora: “La noche sosegada, / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora”. Enamorado del término, Juan Ramón Jiménez escribe el poemario de La soledad sonora (1908). En una carta a Rubén Darío dice: “La soledad del sabio sería el ideal perfecto. Llegaría uno a escribir sin gritos, a escuchar solamente el enorme rumor del gran silencio de oro del día. El hervidero de plata de la noche sin fin”. La poesía envuelve en su pregnancia a la soledad, y hace de la solitud y la soledad vasos comunicantes que eluden esquematismos extremos y, por ende, definitivos.
En sus polos y de un modo rizomático, la dimensión de la solitud se extiende a la solitariedad, propia del solitario, y la dimensión de la soledad se expande a la soledad extrema, inherente a la locura. La solitariedad habla de un proceso de alejamiento, voluntario o evitativo, en este caso cifrado en la incapacidad de relacionarse con el otro, debido a la dificultad de compartir experiencias humanas por su alto coste emocional, que se resuelve en una clausura social. Por otro lado está la soledad extrema, donde no solo se pierde al otro sino a uno mismo. Supone una desconexión que determina la soledad del aislamiento, de la locura. Siguiendo en la sinonimia pictoricista, la solitariedad se refleja en la pintura de Egon Schiele, cruce de una sexualidad excitada y de una soledad angustiosa, toda ella ínsita en un recurrente y solitario autorretrato, y la soledad extrema en las obras de Darío Villalba, en su serie de fotografías de enfermos mentales encapsulados (en burbujas de plexiglás) –o crisálidas– y suspendidos en estructuras de metacrilato, donde se acentúan la incomunicación y la soledad extrema de la locura.
En última instancia, la soledad y sus soledades remiten a una soledad esencial. Una soledad que se manifiesta de entrada bifronte: como columna prístina y principal y como viga maestra de la psico(pato)logía. En su desarrollo teórico Freud destaca esta soledad estructural: la soledad del desamparo (Hilflosigkeit), de la prematuridad inicial, que se reactiva en la vida adulta y donde el sujeto queda al descubierto. El pathos humano descansa en la soledad esencial. La soledad que permite al sujeto hacer lazo con el Otro, según Lacan. Una soledad que no borra o anula el sentimiento de soledad, tan solo lo mitiga. Una soledad interna e intensa de desolación, que oscila desde lo tolerable hasta el desamparo extremo, hasta el desgarro existencial. A esta soledad angustiosa, Winnicott la denomina agonía impensable, Wilfred Bion terror sin nombre. Es la “soledad negra”, en palabras de Pessoa. La de El grito de Munch.
IV
La solitud es la soledad deseada, buscada, elegida. La de quien desea estar a solas consigo mismo. La solitud busca el recogimiento. En la solitud se toma distancia del otro. Es la soledad de la intimidad. Séneca habla de los espacios de soledad que el humano debe buscar para rescatar lo que considera más suyo, su intimidad. Cicerón, en De Re Pública (La cosa pública) –un tratado de filosofía política en seis libros, a la manera de La República de Platón–, es quien mejor lo expresa: “Nunca estaba menos solo que cuando estaba solo”. La solitud plantea la separación física del otro, que permite conectarse con uno mismo para reflexionar, para relajarse o para recargar el sistema motivacional. Ayuda a rememorar el pasado, a pensar el presente y a proyectar el futuro. Blaise Pascal en sus Pensamientos escribe que “toda la desdicha de los hombres viene de una sola cosa, que es el no saber permanecer en reposo en una habitación”. Este filósofo del XVII, en su anhelo de conciliar el saber –la virtud y la razón– con los sentimientos, sostiene que la felicidad depende de la capacidad de saber estar solo: de saber separarse de las cosas y de las personas. De saber estar en solitud.
José Ortega y Gasset considera que la solitud lleva al ensimismamiento. Otro filósofo español, Xavier Zubiri, escribe sobre el diálogo interior de la existencia humana, que “resuenan en la oquedad de su persona las cuestiones acerca del ser, del mundo y de la verdad”. Lo denomina –tomado de la poética de Juan de la Cruz– la soledad sonora (de los otros que están dentro de uno). Y, ciertamente, nadie está absolutamente solo en el mundo. Los humanos somos seres gregarios necesitados de compañía de otros humanos, a la par que estamos habitados por los seres de nuestro interior. Con unos y con otros vivimos en comunicación permanente. Con nuestro mundo externo e interno. Cuando uno se enajena en alguna medida de la realidad, se acompaña –dialoga y/o disputa– con sus fantasmas. El flâneur, el paseante –concepto acuñado por Baudelaire–, es aquel que callejea sin un rumbo prefijado, previsto. Es un creador de solitudes con su entorno. Transita solo, pero acompañado. Abierto a compartir con todo lo que sale a su encuentro.
Leonardo da Vinci incide en el recogimiento como vía de inspiración. Dice: “El pintor debe ser un ser solitario”. Todo creador –artista o científico– precisa de la soledad necesaria para poder desarrollar su obra, sea literaria o pictórica. La solitud está en la base del proceso creativo. En la soledad del creador. La solitud impulsa la introspección personal, la tarea del artista o la del investigador. El pintor surrealista Joan Miró, en su proceso creativo, trabaja a la vez con varias obras, combinando distintas disciplinas –pinturas, esculturas, dibujos–, bajo el siguiente lema: “Yo trabajo como un hortelano”. Para Miró, “en un cuadro deben poder descubrirse cosas nuevas cada vez que se mira”; “lo importante no es acabar una obra, sino permitir que se entrevea en esta obra lo que hará posible que otros empiecen o produzcan en una fecha más o menos lejana”. A Miró le interesa de su obra el proceso de re-creación continua en correspondencia armónica con el espectador. Bajo esta perspectiva, el estado de solitud es un elogio a estar a solas. A estar a solas uno consigo mismo. Es un repliegue saludable del self, de la identidad. En palabras de Voltaire: “La mejor de todas las vidas es la de una ocupada soledad”. “¡Al fin solo!”, exclamamos con júbilo.
V
La soledad propiamente dicha es la soledad obligada, arrostrada. La soledad no deseada. Sin presencia de otros. Es la soledad de la ausencia o del abandono. “Me siento muy solo”, se dice. Es una soledad sobrevenida, impuesta. En la soledad hay una pérdida del otro. La de quien por la falta de contacto humano se siente solo. Sin alteridad, sin presencia del otro, de un otro significativo u “otro generalizado”, en expresión de George H. Mead. La falta de un otro en cuanto ausencia de una urdimbre afectiva (Rof Carballo dixit) suficientemente amparadora; la carencia de un interlocutor necesario, de la imposibilidad de comunicación con el medio social, de la vivencia de un malestar profundo y doloroso. En los casos de privación de la libertad, como en la experiencia carcelaria, aflora la soledad obligada. Michel Foucault, en el capítulo medular del encierro según el modelo del Panóptico de Bentham (figura arquitectónica del modelo de confinamiento), en el tránsito del suplicio al castigo, descrito en Vigilar y castigar (1975), habla de una “soledad secuestrada y observada”, ya que el guardián, en su vigilancia, ve sin ser visto. Por no hablar de la soledad de la incomunicación (tecnológica, intrafamiliar, escolar o del hikikomori…), tan vigente en la actualidad. Lo que refleja que estamos en la sociedad de la comunicación pero vivimos en la sociedad de la incomunicación.
El sentimiento de soledad es una afección del vínculo humano cuyo arco de tensión oscila entre la vivencia de un malestar o desagrado y el sufrimiento patológico. El sentimiento de soledad impide el vínculo, anula la relación y bloquea la comunicación. Aboca a lo depresivo (entendiendo que lo opuesto a la depresión no es la felicidad, sino la vitalidad) y enfrenta al sujeto a sus miedos e inseguridades. “¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir, / que no sea en el desordenado sufrir”, dice el poeta romántico John Keats en su homenaje A la soledad. No menor su Oda a la melancolía (1819): “Pero cuando el acceso de atroz melancolía / se cierne repentino, cual nube desde el cielo / (…) / enjuga tu tristeza en una rosa temprana / o en el salino arco iris de la ola marina / o en la hermosura esférica de las peonías”. Una soledad que se refleja en el abandono de la pareja, en la pérdida de amigos, del trabajo o de un ideal. Y también en la soledad del confinado en la celda, o la del ostracismo, como el sufrido por Ovidio.
La soledad ofrece variopintas situaciones. Y en un sinnúmero de ocasiones se conjuga con el miedo. Por así decir: la soledad alerta al miedo. Ofrece variedades. El miedo a la pérdida certifica el desgarro de lo irreversible e inminente. El miedo al abandono adelanta un desasosiego y una desesperanza con derrota del yo y ausencia del otro. El miedo a la soledad anticipa la precariedad hacia la que se avanza en la vejez… La envidia y la culpa son factores que favorecen el sentimiento de soledad, mientras que la gratitud es retributiva y contrarresta la soledad. En cada etapa de la vida emerge la soledad desde las profundidades del ser: en el abandono infantil, en la desadaptación adolescente, en las crisis de las décadas de la vida, en la falta de reconocimiento personal o de sentimiento de pertenencia, en la enfermedad física y/o psíquica, en la edad provecta… Dos miedos significativos: el miedo a la enfermedad, en cuyo extremo gravita la hipocondría –tan próxima a la melancolía– y cuyo máximo exponente es Argan, el protagonista de El enfermo imaginario (1673) de Molière. Y el inexorable miedo a la muerte, anticipatorio de la batalla final.
La soledad está muy bien reflejada en los mitos. El mito es el relato simbólico par excellence, porque la realidad no puede competir con la leyenda. Lo que vemos siempre es inferior a lo que imaginamos, porque el deseo nunca se satura. En la relación del mito con la soledad, el mito del niño salvaje es uno de sus ejemplos más acabados. Los niños que sobreviven por sí mismos o que son criados por animales han cautivado siempre a la opinión pública por el anhelo humano de perfección y de autonomía plena desde el primer caso documentado, el niño lobo de Hesse (Alemania) encontrado con siete años de edad, hasta la historia de Victor de Aveyron, hallado a la edad de doce años en los bosques de Toulouse (Francia), caso que inspira la célebre película El pequeño salvaje (1970) de François Truffaut. El mito de los niños ferales se apoya en la hipótesis de antiguos filósofos que creen en la naturaleza innata del ser humano, que piensan que nacemos ya dotados para la vida y que, por tanto, estamos capacitados para vivir de forma independiente. Pero todo niño nace en dependencia absoluta. Descontando fantasías –mitos y leyendas–, el continuum de la relación madre-hijo como primer hogar se despliega y expande al lugar donde vivimos, la identidad que tenemos y la realidad que compartimos. Los humanos somos seres dependientes y de relación. Y en la soldadura del lazo social construimos nuestra propia existencia.
La vida es una gestión de duelos. El proceso vital humano es el de una cadena permanente e ilimitada de deseos, intervenida por continuas pérdidas, derrotas y sinsabores, que exigen una sucesiva elaboración de duelos como el destete, la renuncia edípica, la superación de la adolescencia o la aceptación de la edad provecta. Y un reilusionarse de nuevo. Una consecuencia –y no menor– de la soledad sobrevenida es la del pesar y la tristeza por la ausencia o la pérdida de alguien o algo (un animal de compañía, un objeto valorado o un bien material propio) que aboca a un estado subdepresivo de desvitalización, depresión o melancolía. En soledad se rumian la pena y la tristeza, pues ambas precisan de un adecuado recogimiento. La existencia es una alternancia de solitudes y soledades. La existencia es un camino jalonado por satisfacciones y frustraciones que deparan placer o sufrimiento. Entre el deseo y la falta. En el trayecto del deseo se acopla el deseo del otro y el deseo de ser deseado por otro. La clave del vínculo humano reside en poder despertar el deseo del otro. En hacer el lazo social. En habitar en la precaria estabilidad de solitudes y soledades.
VI
La solitariedad es la soledad del que es un humano solo, un solitario. La soledad del que no quiere o no sabe o no puede relacionarse con los otros. Es la soledad del solitario. La solitariedad va más allá de la carencia deliberada de compañía, de la solitud, es la soledad del que se retira a una distancia –voluntaria o forzada– del mundo y desea vivir solo su soledad. Hay un alejamiento del otro. Su arco de tensión va desde el “mejor estar solo”, como renuncia, al “solo puedo estar solo”, como autoimposición. Enrique Bumbury lo así canta en El solitario: “Voy a escribir en mi diario / Que voy vagando por el mundo / Ay qué dolor tan profundo /Vivir triste y solitario”. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino la define desde uno de sus extremos, como “una incapacidad del sujeto para la relación con el otro”, “porque carece de la posibilidad de relacionarse con el otro”. En este sentido, el solitario es alguien incapaz, imposibilitado, que no se relaciona, que se aísla del mundo; un sujeto distante no porque renuncia a estar acompañado, sino porque no puede o no sabe relacionarse con los otros.
La condición de solitario la detentan tres tipologías relativamente definidas: una, la del solitario que busca vivir en soledad, la del solitario voluntario, aquel que aspira vivir en un cierto recogimiento. En la cultura cristiana, centrada en su relación con Dios, se refleja en la vida monástica o de clausura (el solitario en la celda, pero no en la comunidad), o la del eremita (el solitario en su cueva, alejado del mundo) –tal que la de Simeón el Estilita, subido a su columna para ejercer su vida contemplativa y de oración, que se distancia de lo mundano subido a las alturas–. Fuera del ámbito religioso está la del estudioso, como Robert Burton, que centra su vida en escribir su tratado Anatomía de la melancolía. Otra figura es la del sujeto fóbico, que se sumerge en una soledad evitativa, alejada del contacto social, que elude el encuentro con un real insoportable (Lacan); una soledad que implica, a la vez, una solución y un malestar. Y también la de la soledad por exclusión, la de la marginación social, sea por condición sexual, social, económica, origen, etc.
Por su peculiaridad, una muy destacada es del solitario que vive solo, en su mundo interno, que habla solo, que tiende al fantaseo. (Según Winnicott, el fantaseo, a diferencia de la fantasía, es una actividad psíquica disociada que sostiene la organización del falso self. Mientras la fantasía intenta modificar la realidad, el fantaseo se establece en paralelo con la realidad, en forma disociada. Es un estado de desconexión en el que el individuo controla situaciones y experiencias en su psiquismo al abrigo de vivirlas en la realidad). Este prototipo de solitario acaso lo anticipa el personaje de Alcestes de Molière, en El misántropo (1666), que en su desagrado con el género humano se posiciona como víctima frente a la sociedad. Otro ejemplo más extremo lo protagoniza el Bartleby de Melville, en cuyo cuento Bartleby, el escribiente (1853), declara su famosa expresión: “Preferiría no hacerlo”.
La historia de la psiquiatría es la historia de la melancolía y, por ende, de la soledad. Uno de los textos esenciales para abordar esta cuestión es Anatomía de la melancolía (1621) de Robert Burton, clérigo, bibliotecario y erudito, que consagra su vida al estudio de la melancolía, como piedra de toque del acontecer humano. Para ello se envuelve en el pseudónimo de Democritus junior (Demócrito joven) y escribe un monumental compendio sobre las costumbres, la moral, la política, la religión, la higiene y la alimentación y otras muchas cuestiones, siempre con la melancolía como punto de referencia. En vez de cadáveres disecciona libros. Partiendo de su carácter melancólico, emprende una tarea enciclopédica tan exhaustiva como prolija, de sesgo obsesivoide. (A saber: cinco mil quinientas veintisiete notas a pie de página al final de cada uno de los dos volúmenes). Burton admite encontrarse “fatalmente arrastrado hacia esta roca de melancolía, y arrasado por esta subcorriente”.
Este clérigo, de cuño y de vocación melancólica, encuentra su caldo de cultivo en el acopio de erudición y en pulir pacientemente su obra. En su disección anatómica de la melancolía alcanza la esencia de su existencia: su modo de ser como proyecto de vida. Burton se recoge en una solitariedad voluntaria. Escribe: “La soledad voluntaria es la más común a la melancolía y seduce suavemente como una sirena, un cuerno de caza, o alguna esfinge a este golfo irrevocable”. En su tratado destaca la poética y el proceso creativo de la melancolía. Para ello emprende una investigación heteróclita en la que igual diserta sobre el alma sensible o el alma racional, los sentidos y la imaginación, el amor y el apetito concupiscible, la ociosidad y la soledad. No en vano escribe: “La torre de Babel nunca produjo tanta confusión de lenguas como la variedad de síntomas que produce el caos de los melancólicos”.
Burton cita a Horacio: “¿Quién no es un bufón, un melancólico, un demente? Qui nil molitur inepte, ¿quién no está enfermo de la mente?”. Con esta amplitud de miras ofrece remedios y filtros –alterativos y cordiales, hierbas y otros vegetales– para el enamoramiento y los celos. Recomienda aire limpio y dieta moderada. Propone sangrados, la oración y el exorcismo. Sugiere curas mágicas y poéticas. Y dicta consejos sobre la dieta y el ejercicio físico, la educación y el trabajo. Burton recorre las múltiples causas de la melancolía, como la tristeza, el temor, la vergüenza, la ira, las burlas y las calumnias, entre otras muchas. Y dedica especial atención a la melancolía religiosa. Habla también de la solitariedad, de la carencia voluntaria de compañía, de la soledad del solitario; del que se retira a una distancia óptima del mundo y desea vivir en soledad. En el ensimismamiento propio de la solitud volcada a soledad voluntaria, a solitariedad. Una vida solitaria, propia del ermitaño o del erudito (la del propio Burton) que, por su peculiaridad, no cabe estigmatizar ni comporta necesariamente patología.
VII
La soledad extrema es la soledad por falta de contacto con uno mismo y con los demás. Es la soledad del aislamiento. La soledad de la locura. Supone una intensa desconexión de uno consigo mismo y del otro. “Sin uno ni otro”. Se caracteriza por un sentimiento de soledad interior, de desolación, de aflicción extrema, que deja al loco a la intemperie. (Preferimos el término de “loco” al de “psicótico”, “enfermo mental”, o al que, en puridad, deberían acogerse los acólitos del manual DSM: “Trastornado mental”). La locura –bien es sabido desde Freud– tiene una función defensiva, aislante. La máxima aspiración del loco consiste en no desmantelarse en una mayor precariedad emocional, en no abismarse más aún en un vacío existencial. Para evitar este riesgo, la locura cristaliza certezas para no perecer. Lo expresa muy bien Nietzsche en Ecce Homo (1881), citando el Hamlet de Shakespeare: “No la duda, la certeza es lo que hace enloquecer”. El loco está solo en el mundo. Porque el loco está mejor confinado que en circulación. Su temor es a la bola de demolición. Por ello levanta defensas, muros de contención. El aislamiento es su mejor caldo de cultivo. El encierro en sí mismo, en su soledad extrema, que no es tanto la ausencia total de compañía humana sino la presencia de un vacío. La locura remite a un espacio vacío. Lo adelanta Séneca: “La soledad no es estar solo, es estar vacío”.
Un caso clínico: una novicia ha sido expulsada del convento de clausura por la rivalidad entre dos facciones de monjas en disputa por el poder (locales y extranjeras), debido a que su entrada en la orden podía desequilibrar el status quo de la casa. El motivo manifiesto es por su “íntima relación con Dios”. La religiosa comenta que –tras varios años profesando votos– le han echado de un día para otro. Sin aviso previo ni tiempo de reacción. Le han dado una caja de cartón, le han dicho que metiera sus pertenencias y le han puesto en la calle. Sin razón mediante ni argumento alguno. Sin recursos y bloqueada emocionalmente, se ha quedado parada, inmóvil, fuera de la puerta del convento. Impertérrita, sin poder moverse. Un conocido de la familia que pasaba por ahí le ha auxiliado y ha avisado a su familia. Sin embargo, a pesar de la gravedad de la situación, comenta encontrarse “bien, feliz y en paz con el mundo”, y que otra cosa hará. Algo le dirá Dios que haga, “que bien dispondrá y, como siempre, a la espera de lo que mande. Y tan feliz”. Sentencia: “¡Yo estoy muy, muy feliz, porque estoy con Dios!”. Su familia está muy preocupada, porque ella está como si la expulsión del convento y el final de su anhelo de vida no fuese con ella. Comentan que en ocasiones está alegre, y que en otros momentos se encuentra hundida. Que de pronto está firme, pero que al momento se desmantela, sufre y llora.
En nuestro primer contacto se muestra risueña y desenfadada. En la mano lleva un hato de libros que esconde detrás del abrigo al sentarse. Me quedo mirando y, acto seguido, muy recelosa y desconfiada, dice: “¡Solo son libros!”. Tras este cambio brusco de humor se pone a escudriñar el despacho. Mira debajo de la mesa y añade: “¿Y usted que lleva puesto? Ah, sí. Zapatos”. Se levanta y con su mirada recorre el despacho y dice: “Ah, sí. Son cuadros”. Mira la biblioteca y añade: “Y libros, muchos libros. ¡Pues, ya está! ¡Usted también tiene libros!”. Le muestro una leve sonrisa y me contesta: “¿Quiere verlos? Son de religión. Así vengo leyendo durante todo el trayecto. Así estoy con Dios”. Sin mediar palabra, jubilosa, comenta: “Mire, éste es muy bueno. Todos son buenos. Pero este, titulado Paz interior [de Jacques Philippe], es estupendo”. Y añade: “Se lo regalo. Ya le compraré otro al que me lo ha dejado”. Se lo agradezco, pero le digo que es mejor que se lo devuelva al sacerdote de la parroquia y que, lo valoramos en otro momento.
Después de un somero resumen de lo ocurrido, con cara de gran pesar narra un largo monólogo: “Estoy sola, doctor. Solo me acompaña Dios (mirando a los libros y apretándolos contra su regazo) y, a veces, ni siquiera Él quiere saber de mi”. Cogiendo impulso añade: “Yo hacía en la casa (el convento), todo lo que me mandaban. Yo fregaba los suelos, limpiaba los cacharros, cocinaba, cuidaba el huerto… Y lo tenía que hacer una y otra vez, porque si no se enfadaba la superiora. Una foránea de muy mal genio. Le molestaba que Dios me quisiera a mí, que estuviera conmigo y que fuéramos muy felices juntos. A ella y a sus compañeras de su grupo les sabía mal que dijese eso. ¡Que me quisiera más a mi que a ellas! Decían que daba mal ejemplo. ¡Pero qué culpa tengo yo si es así!”. Y sigue: “Por eso me castigaban mucho. Y eso que yo les obedecía en todo. Hacía todo lo que me mandaban. Y cada vez más. Y yo más feliz con Dios. Y no me callaba. ¿Por qué iba a callarme, si era verdad? Dios estaba conmigo. Me decían que era una perturbadora, una anarquista… Y yo feliz, cada vez más feliz con mi Señor. Me hacían volver a fregar el suelo una segunda y una tercera vez. Y yo más feliz aún. Si así lo quería Dios, si así lo mandaba, pues bien. ¡No pasa nada! Yo sentía que era una prueba de fe que me ponía Dios. ¡Y tan contenta! Pero eso aún les sublevaba más. Había días que me dejaban sin comer, a ver si espabilaba, pero yo no pasaba hambre. Dios ya se encargaba de alimentarme, de que no me faltara nada. Pero las mandonas aún se enfadaban más. Y así una y otra vez. Hasta que me echaron del convento”.
La paciente, diagnosticada de esquizofrenia paranoide, presenta un delirio religioso de tipo mesiánico. Vive soldada al supuesto deseo de Dios y ajena a las vicisitudes y disputas conventuales. Vive en su fantaseo, ajena a la realidad. Todo lo acepta “en el amor a Dios”, hasta la vejación de su persona. La paciente, en su desconexión de la realidad y en su simbiosis con Dios, sufre una alteración del juicio de realidad. (Procede discriminar entre creencia y delirio: las creencias son explicaciones o interpretaciones de la realidad, mientras que en el delirio se toma como cierta, como verdadera, un interpretación, a la que se confiere rango de evidencia). En su relato destacan sus oscilaciones del humor, pues pasa del recelo a la confianza en un breve lapso de tiempo, lo mismo que del júbilo a la tristeza. Y por momentos se conecta con un profundo estado de soledad: “Estoy sola, doctor. Solo me acompaña Dios (…) y, a veces, ni siquiera Él quiere saber de mi”. Se hunde cuando le falla la defensa: cuando se separa de Dios, cuando toma contacto con su soledad. Con una soledad profunda, con la soledad del aislamiento, con la soledad extrema de la locura.
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Autores
Javier Lacruz Navas. Psiquiatra, Zaragoza.
Cristina Equiza López. Psicóloga clínica, Zaragoza.
Lara Lacruz Bellido. Psicóloga, Zaragoza.
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Revista NORTE de salud mental
Vol XVIII no 68, enero 2023